Una cama, una litera, dos placards y un televisor. Era todo lo que había en la habitación donde llegó Alfredo hace 10 meses. La compartía con un señor de Maracaibo y un estudiante colombiano.
Consiguió empleo en un restaurante, de 4:00 pm a 11:30 pm. Llegaba a la residencia a las 2 de la mañana; una rutina que fue convirtiendo esa habitación en un lugar al cual iba sólo a dormir. Casi no veía a los otros dos compañeros.
Un día lo movieron al turno de la mañana y, con ello, se alteró la dinámica de su cotidianidad y de la habitación. Cierta tarde -me cuenta- llegó temprano y vio al maracucho saliendo muy tranquilo de la ducha. Sin saludar, Alfredo buscó sus cholas ("ojotas" acá) y no las consiguió.
- “¿Qué buscáis, hijo? ¿Ésto? Es que me las puse para lavar el baño”.
- “No te pongas más lo mío”.
Desde entonces puso más atención a los detalles: una vez -recuerda- dejó su cartera en su mesa de noche en una posición que memorizó bien y, al rato, vio todo movido. “Tú agarraste algo de mi gaveta -le dijo al colombiano-. Cuidado y se me pierde algo”.
Tres desconocidos sin hablarse en la misma habitación.
El maracucho y el colombiano, avanzada la cuarentena, se quedaron sin trabajo y sin clases. Alfredo, que seguía trabajando, notó que le quitaban crema dental... crema dental. Y con la tensión instalada, la encargada de la residencia, en un grupo de Whatsapp, notificó que todos debían irse en una semana. En plena pandemia. El maracucho desapareció. El otro, nervioso, subía y bajaba de la litera.
Gracias a unos contactos, Alfredo consiguió otra residencia. “Es mucho más tranquila. Estoy solo, pago un poco más, pero vale la pena por la tranquilidad”. Y esa tranquilidad en la vida cotidiana, que fue lo que perdió en Venezuela, es lo que, en lo inmediato -dice-, ya ganó en Argentina.
1 de septiembre de 2020.