Recuerdo mi llegada a La Habana, Cuba como toda una genuina experiencia surrealista. Era de noche, una fina lluvia bañaba sus calles y los carros que sobre ellas circulaban parecían sacados de una película de Humphrey Bogart y Lauren Bacall. Los edificios que servían de escenografía se veían como el resultado de un bombardeo muy reciente, una auténtica zona de guerra. Sin embargo, al llegar al Vedado, donde le había previamente alquilado un cuarto a una señora llamada Marta, las calles eran una marea de gente y por una extraña razón todo parecía mágicamente seguro. Esta dualidad de sensaciones las sentí durante toda mi estadía allí. Como si estar rodeado de un mundo detenido en el tiempo, más propio de la época de mis abuelos, trajera consigo sus valores y sus costumbres, un mundo en el cual las cosas averiadas se arreglan porque no todo es descartable, donde la gente pasa tardes enteras en las plazas disfrutando un simple juego de ajedrez, y donde los comercios te reciben sin carteles ni sonrisas de plástico. Un mundo que vive a otra velocidad.